septiembre 19, 2013

Perfecta Obsesión


Mariana se sentía inadecuada, incapaz de seguir siendo la niña buena que nunca podía ser lo suficientemente perfecta como para complacer del todo a su madre pluscuamperfecta. 

A pesar de que acababa de cumplir los 15 años, ya su vida era demasiado complicada para ella: perder a su padre, con quien era el único que podía ser ella misma; perder a sus amigas, cambiar de país, de idioma, de escuela y de cultura fueron hechos a los que con gran esfuerzo pudo sobrevivir. Pero hubo algo que no pudo soportar: que su amado Juan la cambiara por esa rubia oxigenada, arrogante, de cuerpo perfecto y con aires de condesa que nunca le agradó. 

Empezó a cuestionar sus porqués y llegó a la conclusión de que si sólo perdiera esas 10 libras de más podría encajar perfectamente en uno de esos minúsculos vestidos que constituían el guardarropa de su odiada contrincante y reconquistaría el corazón de su príncipe azul. Era sólo cuestión de suprimir de la dieta los carbohidratos y grasas y hacer un poco más de ejercicio.

Cuando logró su propósito de alcanzar el peso ideal no pudo parar. Controlarse a sí misma se había convertido en lo único que le daba un poco de sentido a su vida, que le hacia sentir exitosa. Así empezó una dura batalla consigo misma, cargada de rigidez y autorreproches. 

Nunca estaba lo suficientemente delgada, tenía una obsesión por la comida, contaba cada caloría, pesaba cada onza de alimento, su menú se había resumido en lechuga y agua una vez al día. Sin embargo, le encantaba cocinar, tenía 10 libros de cocina y estimulaba a los demás a comer, pero ella se resistía a hacerlo alegando que el olor de la comida le había quitado el apetito y que comería más tarde. 

Caminaba dos horas en la mañana, hacía aeróbicos en la tarde y usaba la bicicleta estacionaria en la noche. Claro está, eso no era suficiente, “limpiaba” su colon cada 3 días con enemas de picosulfato de sodio y tomaba diariamente esas maravillosas pastillas chinas para adelgazar.

Ninguno de los ruegos, pleitos o exigencias de su madre le harían entrar en razón. Había encontrado una razón para vivir, autoafirmarse y sentirse fuerte. Era su mundo y nadie más tendría lugar. Allí reinaba, dirigía y gobernaba sólo ella. Eso no era negociable.

A pesar de su más que evidente deterioro físico y de pesar sólo 100 libras en sus 1.70 metros de estatura, el espejo se empeñaba en indicar que aún había áreas que mejorar y no pararía hasta conseguirlo. Aún estaba un poco gorda, especialmente de glúteos y cadera.

Si algo tenía de bueno todo esto era que ya no tenía que soportar cada mes esa dolorosa y desastrosa menstruación, a la que consideraba el peor de los castigos que Dios pudo dar a las mujeres por culpa de Eva, a quien nunca conoció y que seguro, además de desobediente, debió ser gorda para que Dios la tratara tan duramente por no tener fuerza de voluntad.

Ocultaba su delgadez y palidez con maquillaje y ropa ancha. Sentía mareos, cólicos abdominales y debilidad, pero ese era el costo de estar bella y prefería pagarlo antes de volver a ser la “gorda grasienta y fea” que fue dos años atrás cuando el estúpido de Juan despreció su amor. Trataba de ocultar su escurridiza femineidad pues el tema, luego del incidente, había dejado de importarle.

Decidió tomar el control de su propia vida. Se alejó de todo y de todos y se encerró en su propio mundo. Nadie la entendió nunca y ahora no necesitaba que nadie lo hiciera. Ahora su centro de atención era ella misma y sus grandes logros...

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